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México vive en mí cada día

  • Foto del escritor: Aldo Cortés
    Aldo Cortés
  • 5 jun
  • 3 Min. de lectura

Mi nombre es Aldo Cortés. Nací en Guadalajara, pero hoy escribo estas líneas desde el corazón helado de Rusia, donde el invierno parece no tener piedad y el español se siente como un eco lejano en mi cabeza. No fue un sueño, ni un capricho. Me trajo hasta aquí el nacimiento de mi hijo, una razón más poderosa que cualquier plan, empresa o idea de éxito que alguna vez pude haber tenido.


Pero antes de Rusia, viví una historia que parece de película en China.


Corría el 2019. Yo era dueño de una paletería en Shanghái, un proyecto que nació de la nostalgia: quería compartir algo tan nuestro, tan mexicano, como una paleta de tamarindo con chile, en medio del caos brillante y moderno de Asia. La gente respondía bien. A eso se sumaban dos negocios más: una consultora para productos chinos y una importadora de productos de belleza para uñas en México. Parecía que el camino al éxito estaba marcado… hasta que llegó el 2020.



Covid no fue una palabra más. En China, fue la chispa que incendió todo. En cuestión de semanas, los negocios cerraron. Las calles se vaciaron. Mi paletería, mi consultora y mi importadora se apagaron una tras otra. Vi cómo el esfuerzo de años se desvanecía en el aire espeso de la incertidumbre. Quebré. Tres veces.


Hubo un día que nunca olvidaré: estaba caminando por la calle Nanjing en Shanghái, tratando de distraer la mente, y me topé con una imagen que me marcó. Un bebé chino, con los pantalones abiertos por detrás, defecando ahí mismo, en medio de una de las avenidas más famosas de Asia. Fue un choque cultural tan fuerte como simbólico. Yo venía de un país donde las madres limpian hasta el alma de sus hijos antes de salir a la calle. Ahí entendí que el mundo es otro más allá de las fronteras del mariachi y el chile en polvo.


Aún así, no me rendí. Nunca he sido de los que se quedan en el suelo. Aprendí que la bancarrota no es el fin, sino el reinicio. Me volví más minimalista, casi al extremo. Cuando salí de México la primera vez, lo hice con una sola maleta de mano. Ahora ni eso me pesa. Pero salir de China… eso sí dolió.


Fue en 2022, tras dos años atrapado por la pandemia. Me sentí como un fugitivo. Me trataron como si hubiera hecho algo malo. Salir del país fue un proceso humillante, lento, y lleno de incertidumbre. Dejaba atrás no solo mis negocios, sino una parte de mi vida, de mi identidad. A veces aún sueño con las luces de Shanghái reflejadas en el río Huangpu, y me despierto con una sensación de exilio.



Después vino Rusia. Aquí, el frío no es solo una estación, es una forma de vida. He sentido el crujido del aire a -40 grados en Chitá. He comido lo que llaman comida, aunque para mí muchas veces no tiene sabor. La gente no sonríe. Nadie te saluda. Y sin embargo, aquí encontré a mi hijo. Aquí me convertí en padre. Y eso me dio una fuerza que ningún negocio ni ciudad pudo darme.


Ser mexicano en el extranjero no es vivir de tacos y tequila, es ser resiliente. Es saber que no importa el idioma, el clima o la distancia, siempre hay algo en uno que resiste, que busca reconstruir su historia donde sea.


He vivido en Alemania, Indonesia, China y ahora Rusia. Me he adaptado a lo imposible. Y si algo he aprendido es que no hay dos culturas iguales, ni siquiera entre ciudades de México. Pero también entendí que cuando uno abraza las costumbres ajenas, aunque duelan, aunque incomoden, empieza a ver el mundo con otros ojos.


Hoy no tengo nada de México físicamente. No hay bandera en mi pared, ni tortillas en mi cocina. Pero México vive en mí cada día, cuando lucho, cuando abrazo a mi hijo, cuando recuerdo que una paleta de tamarindo puede ser más poderosa que mil palabras en otro idioma.


Esta es mi historia. Tal vez no tenga final feliz aún, pero tiene algo mejor: una causa para seguir adelante.

 
 
 

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